La tensión entre el ejercicio de los derechos individuales, el rol del médico y la responsabilidad del Estado como árbitro y garante, ha existido desde que los primeros esbozos de los Estados Modernos comenzaron a desarrollarse. Es un conflicto aún latente que expone, de manera totalmente descarnada, los dilemas propios de la relación asistencial, en el que la tradicional formación médica, sumado a cierta exacerbación del principio de beneficencia, colisiona con la decisión autónoma del individuo que –sin ser estrictamente un paciente- se coloca “voluntariamente” en situación de tal, al negarse a ingerir alimentos o líquidos, como una forma particular de crítica y reclamo al sistema penal que lo ha decretado su huésped.
La huelga de hambre suele ser percibida por los propios detenidos como un recurso in extremis, lo que pone en evidencia de manera lacerante, las terribles condiciones a las que se ven sometidos, al punto de estar dispuestos a perder su vida para lograr cambiarlas.
A ello debemos sumarle el rol que tanto los médicos como el propio Estado, se ven obligados a asumir. Por un lado, la relación asistencial se da dentro de un marco de extrema vulnerabilidad y de casi nula libertad. Por el otro, asistimos a la paradoja de que el mismo Estado que priva de la libertad es quien no solo debe custodiar al preso sino –además- brindarle condiciones dignas de habitabilidad y prevenir todo daño en su persona.
Planteada en estos términos la cuestión, nos lleva a analizar cómo articular los deberes, derechos y obligaciones de estas tres partes, en un contexto de encierro forzoso legal, donde se origina una relación asistencial no en base a un proceso patológico, sino por la decisión autónoma del individuo que reclama por mejores condiciones de detención.